Cuando mi hijo mayor, Eric, fue diagnosticado con autismo en 1998 yo no tenía ni la menor idea de lo que la palabra “autismo” significaba. No sabía que el autismo era un trastorno del neurodesarrollo con el que mi hijo había nacido. No imaginaba que “no” había cura o reparación, tampoco tenía idea de que los niños con autismo presentaban capacidades y necesidades diferentes entre sí, en cuanto a niveles de intensidad y apoyo. Pensaba que la culpa de este trastorno en Eric era por su papá porque él tiene un hermano con un trastorno mental, o quizá era culpa mía por haber pasado momentos de gran tristeza y periodos de adaptación desafiantes para aprender a vivir en un nuevo país y convivir con una cultura que no es la mía. En pocas palabras en aquella época yo era una verdadera ignorante que no sabía nada sobre mi propio hijo Me sentía víctima de las circunstancias y de la vida misma. Trataba de encontrar un responsable de lo que estaba viviendo, me manifestaba como una “pobreci
“...Tocamos nuestra propia parte del elefante y pensamos que la nuestra es la única verdad, no apreciamos que la experiencia de cada persona es una faceta del mismo animal.” - Leyenda de los ciegos y el elefante Por largo tiempo he intentado adivinar por qué o para qué llegaron a mi vida Eric e Ivan. Ambos son chicos brillantes, amorosos (a su manera) y personas felices. A través de ambos me he reinventado para construir dos modelos de una misma mamá... ¿por qué dos modelos? Porque he aprendido a ser madre dos veces: una para ser mamá de Eric con su diagnóstico de autismo, y otra para ser madre de Ivan con su diagnóstico de “normal”. Las que somos mamás de personas con una discapacidad y de personas típicas, necesitamos construir dos manuales de crianza, dos instructivos de lo que “sí” funciona y de lo que "mejor ni lo intentes". Aprendemos a hablar y descifrar dos lenguajes diferentes en el mismo idioma, volteamos a la derecha para preguntar a un hijo: “