Entrada 3
“Hay personas que llegan a tu vida y sin saberlo, te marcan para siempre”
Es así como el pequeño Jhonatan, con tan solo dos años de edad, tocó a mi puerta y se quedó en mi interior para toda esta vida. Algunas tradiciones espirituales y religiosas, dicen que la reencarnación existe, mientras que otras sugieren que mueres y te elevas al paraíso para descansar eternamente (si has sido un “buen ser humano”...). En este punto no estoy segura de si mi vida es producto de muchas reencarnaciones o simplemente soy un alma nueva que llegó a la tierra hace cuarenta y tantos años y se desvanecerá para siempre sin dejar rastro el día que deba marcharse; lo cierto es que de cualquiera de las dos formas que yo exista, Jhonatan fue un aviso que recibí anticipadamente de lo que me correspondería experimentar más adelante, de la misma manera que lo fueron varios otros eventos que iré narrando poco a poco.
Terminaron las tres semanas en las que debía cuidar a Jhonatan, me estremecía pensar que quizá no lo vería más, que me estaba marchando sin decirle a sus padres lo que yo observaba por miedo a hacerles daño; por no querer ser llamada algún nombre desagradable que no deseaba escuchar al atreverme a sugerir que algo estaba mal con su hijo cuando yo ni siquiera tenía hijos, ni tampoco tenía la experiencia de vida que un adulto tiene para opinar y dar sugerencias en relación al desarrollo de los niños. En efecto, hasta el Sol de hoy, no he vuelto a ver a Jhonatan ni a sus padres, poco tiempo después de que montaron su negocio en la Ciudad de México, se desvanecieron de la misma manera que la la Luna se desvanece en al cielo ante el brillo envidioso de la luz del Sol. Nunca he visto a Jhonatan de nuevo, pero sí supe de él durante en el octavo mes de embarazo de mi hijo Eric, pero de eso comentaré más adelante.
Todo padre de familia anhela que a sus hijos les vaya “bien”, aunque hoy entiendo que cuando un adulto dice: que le vaya “bien” a mi hija o hijo, en realidad quiere decir que quiere que sus hijos vivan un cuento de de hadas, una historia que puede ser tan falsa como Alicia en el País de las Maravillas, una historia llamada: “el Cuento de la Casita”, en la que el hijo o hija va a la escuela, se porta “bien”, es “buen” estudiante, tiene muchos amigos, termina la escuela básica, decide estudiar una carrera universitaria y se gradúa. Consigue un “buen” trabajo, gana “buen” dinero, se casa con un “buen” hombre o mujer, tiene hijos “buenos”, es un “buen” padre o madre y vive feliz para siempre igualito que los papás viven de felices... Esa es el “Cuento de la Casita”, que a la larga no prepara para la vida a nadie que no sepa que quiere hacer cuando sea grande o que no tiene las habilidades para saber qué quiere hacer con su vida. ¿Por qué comentó todo esto? Porque en mi vida todo iba “perfecto” (según mi definición de perfección), hasta que comencé a gritar por cielo, mar y tierra que iba a estudiar para convertirme en maestra, después de todo era una profesión que venía practicando desde los 4 años de edad, ¿lo recuerdan? Era mi juego favorito y también mi pasión: “los niños”....
Cuando llegué a la edad de decidir qué estudiar y dije: “voy a ser maestra” el miedo de mi madre y la creencia que existe en el inconsciente colectivo, argumentaban que las maestras no ganan suficiente dinero y que se morían de hambre; ¡qué doloroso fue escuchar eso! Por un lado era la hija buena que vivía la vida perfecta que todo padre quiere para sus hijos y sabía lo que quería ser de grande, pero, tal cual le puede ocurrir a un diminuto ser atrapado en tierra de gigantes, mis sueños fueron aplastados de un solo golpe: ¡yo no quería morir de hambre! Pero tampoco quería renunciar a mi pasión, a lo que yo sabía hacer mejor... Hasta ese momento fui la hija ideal que todo padre anhela, y desde ese momento, un peregrinar me esperaba al tratar de adivinar lo que quería hacer con mi vida cuando fuera grande...
En la siguiente entrada te contaré más...
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